
Se levantó como de costumbre luego de hacer pereza 15 minutos después del timbre. Abrió las cortinas y observó la maravillosa mañana soleada. Pensó en las miles de cosas por hacer, entre ellas, llevar a la pequeña Carolina a su clase de gimnasia que tanto le divierte. En eso, vio a Patricia, su odiosa vecina correr despavorida calle abajo con las manos ahogando sus sollozos.
Extraño contraste para un hermoso sábado que prometía ser un día para disfrutar.
-Habrá perdido de vista a su malcriado demonio-
Pensó Elizabeth, haciendo una mueca de indiferencia directo a la cocina.
Colocó a fuego lento la cafetera, y abrió la nevera:
-Hoy es día de huevos con tocino, mi osito...-
Dijo en voz alta simulando ternura con su hija que aún no se levantaba.
Miró el reloj. Faltaban 5 minutos para despertar a Carolina, así que fue a preparar la tina para un refrescante baño.
Encontrar la pijama de su esposo, tirada descuidadamente junto al sanitario, fue lo más extraño del mundo, si se tiene en cuenta la sico-rígida noción del orden que tiene Carlos y por lo que tuvieron algunas dificultades a comienzos de su matrimonio.
Pensó en dejarla ahí como evidencia del crimen, pero su amado esposo se había portado tan bien en su 10° aniversario, que lo mejor que podía hacer, era tenerle un delicioso almuerzo cuando regresara de jugar fútbol con sus amigos. Se dispuso a recoger la ropa cuando encontró entre la camisa el marcapasos que tres años atrás le habían colocado. Su argolla matrimonial estaba a unos cuantos pasos.
Su corazón se sobresalto y comenzó a pensar muchas tonterías.
Así que corrió a través del pasillo hacia el garaje. El carro estaba ahí.
Tomó el celular para llamarlo, pero una grabación computarizada le informó que las líneas estaban demasiado congestionadas para comunicarla.
Corrió hacia el teléfono inalámbrico, pero no tenía tono.
Escuchó la sirena de la policía pasar a lo lejos, y la voz de Patricia gritando: ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
¡Donde está! ¡Díganme quién se lo llevó!
Fue entonces cuando Elizabeth sintió que la vida se le iba. El terror se apoderó de su corazón y un extraño vacío en el estómago sacó su primer sollozo.
Entonces vomitó.
Sus ojos fijos en la puerta de su hijita, se nublaron ante las inevitables lágrimas que brotaron.
Un incontrolable temblor se apoderó de ella, y sintió que no sería capaz de llegar a ella.
Pensó encender el televisor cuyo control estaba a su alcance, pero la sola idea era tan estúpida, que no dudó en darse una bofetada lo suficientemente fuerte, para sacarla del estupor en que se encontraba.
Ya lo sabía, estaba más que segura, no necesitaba el canal de noticias, no era necesario el terror de los reporteros narrando las evidencias magnéticas que rodarían una y otra vez durante meses.
Era el secuestro. Como ella divertidamente lo llamaba.
Solo ocho pasos fueron suficientes para llegar a la habitación de su pequeña. Cada mueble en ese trayecto le sirvió para sostenerse.
Giró la cerradura y abrió la puerta. Sus ojos permanecieron cerrados tan fuerte que le dolieron, repitiéndose así misma que tan solo era una pesadilla. Sin embargo al abrirlos, vio lo que no quería ver.
Extraño contraste para un hermoso sábado que prometía ser un día para disfrutar.
-Habrá perdido de vista a su malcriado demonio-
Pensó Elizabeth, haciendo una mueca de indiferencia directo a la cocina.
Colocó a fuego lento la cafetera, y abrió la nevera:
-Hoy es día de huevos con tocino, mi osito...-
Dijo en voz alta simulando ternura con su hija que aún no se levantaba.
Miró el reloj. Faltaban 5 minutos para despertar a Carolina, así que fue a preparar la tina para un refrescante baño.
Encontrar la pijama de su esposo, tirada descuidadamente junto al sanitario, fue lo más extraño del mundo, si se tiene en cuenta la sico-rígida noción del orden que tiene Carlos y por lo que tuvieron algunas dificultades a comienzos de su matrimonio.
Pensó en dejarla ahí como evidencia del crimen, pero su amado esposo se había portado tan bien en su 10° aniversario, que lo mejor que podía hacer, era tenerle un delicioso almuerzo cuando regresara de jugar fútbol con sus amigos. Se dispuso a recoger la ropa cuando encontró entre la camisa el marcapasos que tres años atrás le habían colocado. Su argolla matrimonial estaba a unos cuantos pasos.
Su corazón se sobresalto y comenzó a pensar muchas tonterías.
Así que corrió a través del pasillo hacia el garaje. El carro estaba ahí.
Tomó el celular para llamarlo, pero una grabación computarizada le informó que las líneas estaban demasiado congestionadas para comunicarla.
Corrió hacia el teléfono inalámbrico, pero no tenía tono.
Escuchó la sirena de la policía pasar a lo lejos, y la voz de Patricia gritando: ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
¡Donde está! ¡Díganme quién se lo llevó!
Fue entonces cuando Elizabeth sintió que la vida se le iba. El terror se apoderó de su corazón y un extraño vacío en el estómago sacó su primer sollozo.
Entonces vomitó.
Sus ojos fijos en la puerta de su hijita, se nublaron ante las inevitables lágrimas que brotaron.
Un incontrolable temblor se apoderó de ella, y sintió que no sería capaz de llegar a ella.
Pensó encender el televisor cuyo control estaba a su alcance, pero la sola idea era tan estúpida, que no dudó en darse una bofetada lo suficientemente fuerte, para sacarla del estupor en que se encontraba.
Ya lo sabía, estaba más que segura, no necesitaba el canal de noticias, no era necesario el terror de los reporteros narrando las evidencias magnéticas que rodarían una y otra vez durante meses.
Era el secuestro. Como ella divertidamente lo llamaba.
Solo ocho pasos fueron suficientes para llegar a la habitación de su pequeña. Cada mueble en ese trayecto le sirvió para sostenerse.
Giró la cerradura y abrió la puerta. Sus ojos permanecieron cerrados tan fuerte que le dolieron, repitiéndose así misma que tan solo era una pesadilla. Sin embargo al abrirlos, vio lo que no quería ver.
"Entonces estarán dos en el campo; uno será llevado y el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo en el molino; una será llevada y la otra será dejada. Por tanto, velad, porque no sabéis en qué día vuestro Señor viene."
Mateo 24:40-42
Por:
Mauricio Serna.
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